DESCOMPOSICIÓN DEL LENGUAJE Y DESCOMPOSICIÓN SOCIAL
Margarita Belandria http://www.analitica.com/va/sociedad/educacion/3304349.asp Viernes, 6 de julio de 2001

Varias causas motivaron al Constituyente del 99 a darle rango constitucional a la enseñanza de la lengua castellana, pero indudablemente, la principal es la pobreza en que se encuentra esta materia en todos los niveles de nuestro sistema educativo, con las desastrosas consecuencias que ello implica. Pero no basta con que esté plasmado en el texto constitucional. Es necesario desplegar una serie de estrategias y acciones concretas orientadas a eliminar la masificación de las aulas y elevar la condición moral e intelectual de los educadores, que constituyen dos de las tantas causas que han contribuido al deterioro del lenguaje y de la educación en general. Muchos pensadores han asociado la descomposición del lenguaje con la corrupción o descomposición social. Octavio Paz dice que «cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje». Karl Kraus creía que toda depravación de la palabra permite reconocer la depravación del mundo, la prueba de que algo está podrido en la base. Consideraba Kraus que la corrupción lingüística era la causa de la degradación de los pensamientos y las conciencias; según él, las personas que hablan mal y escriben mal también pensarán y actuarán mal, «la fraseología —decía el autor— parece impedirles darse cuenta de su decadencia espiritual». En su artículo titulado “¿Por qué se habla y se escribe en Venezuela un castellano tan maltratado?”, Ángel Rosenblat se plantea: «si el lenguaje está tan maltratado ¿no será que está también maltratado el pensamiento y descompuesta la vida social?». Y Rafael Cadenas en su libro En torno al lenguaje se opone a la actitud de algunos especialistas del lenguaje que piensan que «como la lengua la hace la gente —el pueblo— hay que dejarla seguir su curso... quienes presuntamente la han hecho pueden deshacerla, aunque la cultura se derrumbe. Es como si los obreros que han levantado un edificio comenzaran a derribarlo sin saber lo que hacen y nadie tratara de impedirlo. Los especialistas del lenguaje se atienen a la voz del pueblo, voz de Dios, o a la versión moderna de la misma tontería: el pueblo nunca se equivoca. Claro que se equivoca —dice Cadenas—, y mucho, y en todo, no solo en materia de lenguaje. Esta beatería no difiere, en el fondo, de un fetichismo popularista, que esta vez aparece, inesperadamente, en una facción de estudiosos profesores universitarios». Podemos agregar a esto que los escritos de quienes así piensan caerían en el vacío si no hubiera lectores educados para comprenderlos. Al señalar la importancia que tiene el conocimiento de una lengua, Rafael Cadenas nos advierte que no debemos erigir en panacea su buen funcionamiento, pero él considera que el individuo y la sociedad pueden pensar mejor cuando su lengua no está empobrecida; «aprenderla bien sería el primer paso —dice Cadenas—, paso que se prolonga, que no termina nunca y que puede convertirse en goce». Los libros La educación en Venezuela de Ángel Rosenblat y En torno al lenguaje de Rafael Cadenas —que todos los venezolanos deberían leer— son reveladores testimonios de la situación en que se encuentra el idioma en Venezuela, pero no solamente en Venezuela. Mi experiencia docente me ha enseñado a no tener malas sospechas acerca de la “perfectibilidad humana”, y por ello, comparto lo que he oído decir muchas veces: “no hay gente bruta sino mal enseñada”. La enseñanza de cualquiera de las materias que componen el plan de estudios de una carrera universitaria supone ya en el estudiante una formación suficiente que lo acredite como poseedor de dos cualidades básicas: buen entendimiento y buen dominio del lenguaje. Pero es un hecho palpable las dificultades que tiene el estudiante para la comprensión de los distintos temas de estudio. Eso, aparte de otras condiciones objetivas, tiene sus causas en la tendencia a la simple memorización de los conceptos sin reflexionar acerca del objeto representado por esos conceptos, y en la carencia de herramientas como consecuencia de un limitado y defectuoso aprendizaje de la lengua. Pues los estudiantes poseen un grado de cultura lingüística y literaria tan escaso que les impide emprender con éxito las tareas académicas. La capacidad de abstracción —imprescindible para cualquier aprendizaje— es exigua por falta de ejercitación y por el mal hábito de pensar que lo que no se percibe por los sentidos o no existe o es irrelevante. En consecuencia, les cuesta trabajo deponer sus prejuicios religiosos, morales o de cualquier índole para aprehender los distintos fenómenos con objetividad, y entender que el estudio académico es un intento científico de captar dichos fenómenos con espíritu crítico y objetivo. Un abrumador porcentaje de bachilleres egresados de escuelas públicas y privadas, de ciencias o de humanidades, no sólo ignoran conceptos elementales de las disciplinas que tienen que ver con el entorno natural, sino los del entorno social. La formación ciudadana (moral y cívica), la historia patria y la universal, la literatura y la poesía son materias perfectamente desconocidas. Confunden gobierno con Estado; la mayoría no sabe qué se conmemora el 17 de diciembre. Los que saben que el Quijote lo escribió Cervantes no atinan a ubicarlo históricamente. Un bachiller no tiene por qué saber el contenido de El Capital, ni cuántos y cuáles diálogos escribió Platón, ni la estructura de la Metafísica de Aristóteles, pero no merece tal título si no tiene una clara comprensión de la historia del pensamiento humano y su desenvolvimiento en el decurso histórico; menos aún si carece de un correcto dominio del lenguaje, que es la herramienta primordial para emprender cualquier estudio académico. Quien sabe leer y escribir correctamente ya tiene educado el intelecto, ha fortalecido su haber cultural y, por tanto, está en capacidad de seguir cualquier disciplina para la cual sienta inclinación. El estudio consciente del lenguaje afina el entendimiento y lo hace flexible y fértil. Pero ahí es donde está el drama mayor, en la conciencia del lenguaje. Hoy día se enseña a leer a los niños sin enseñarles previa o simultáneamente el alfabeto. Por muy bonito que lea, quien desconoce el alfabeto está incapacitado para usar el diccionario, la guía telefónica o buscar libros en la biblioteca, en una palabra, está incapacitado para continuar educándose. A pesar de que en educación media se estudia “castellano y literatura” los bachilleres (y hasta algunos profesionales de jerarquía académica) no solo no distinguen lo que es una oración sino los oficios que cumplen las palabras en la oración. No usan o usan a su antojo los signos de puntuación. Saber el uso de los signos de puntuación es imprescindible para dar significado a lo que queremos expresar por escrito, pues el lenguaje escrito carece de las bondades del lenguaje oral, el cual siempre va acompañado de pausas, gestos, énfasis, etc., que permiten desentrañarlo. La presencia o ausencia de una insignificante coma puede tornar ambigua una expresión o imprimirle un significado distinto. Pues no es lo mismo decir «los diputados que estaban de pie votaron a favor del gobierno» que «los diputados, que estaban de pie, votaron a favor del gobierno». Tampoco es lo mismo decir «las expresiones suyas en contra de las autoridades universitarias que dañan la imagen de la institución» que «las expresiones suyas en contra de las autoridades universitarias, que dañan la imagen de la institución». La indigencia del lenguaje (patente en la invectiva del lenguaje presidencial), hace que la gente incurra en expresiones pueriles como «me le manda saludos a fulano de tal» en vez de «me le lleva saludos (o me le da saludos) a ...»; en eufemismos —que son maneras de disfrazar el nombre de las cosas— como “soluciones habitacionales”, “trabajadoras sexuales”, en el mal uso de “a nivel de” y del verbo haber; en el abuso de “en este orden de ideas”, etc. Emerge un lenguaje lleno de ripios, lugares comunes, clichés, extranjerismos, jerga del hampa y otras calamidades lingüísticas que impiden una recta comunicación de los pensamientos. Adquirir conocimientos y transmitirlos implica conocer una lengua, cultivarla y conservarla, sin dogmatismos, claro está, pues sin ella los conocimientos perecen. El conocimiento y la enseñanza de la lengua castellana no es responsabilidad exclusiva de los profesores de castellano, sino de todo educador en cualquier disciplina y nivel, quien además de conocerla debe exigirla a sus estudiantes, que es también una manera de enseñar. Un examen escrito, por ejemplo, con letra desgarbada, ilegible y carente de signos de puntuación, no dice nada, y como nada es igual a cero, esa sería su calificación. Lingüísticamente los bachilleres (con respetables excepciones), entran y salen de la universidad en las mismas condiciones pero agravadas: salen repletos de un cúmulo de información (generalmente inútil) que no están en capacidad de digerir. Al hacerle el planteamiento a una de las autoridades de que se estaba graduando gente con ese nivel (analfabetos funcionales), se ofuscó diciendo que esas cosas sólo las decían los enemigos de la Universidad, y ante la insistencia de que entendiera mis razones agregó que los estudiantes ya tendrían la oportunidad de superar eso cuando hicieran sus postgrados. Yo me pregunto: ¿No piensan igual los profesores de preescolar, de básica y diversificada? ¿No se está trasladando irresponsablemente el problema a cada nivel superior? Para concluir, y con relación a la manera de hablar disparatada que tienen muchas personas, causa perplejidad la reciente declaración de un jerarca del gobierno relativa a los grupos de exterminio en el Estado Portuguesa: «no se permitirán ajusticiamientos sin el debido proceso». Cabe preguntarse: ¿el jerarca desconoce el significado de la palabra ajusticiamiento? ¿Quiso decir que después de procesar a una persona se le puede ajusticiar? ¿Desconoce el jerarca el principio constitucional absoluto de protección a la vida? ¿Qué fue lo que quiso decir el jerarca?
 *** Este artículo fue publicado en la Revista EDUCERE Año 5, Nº 16, ULA, 2002, pero lamentablemente allí aparece con errores de edición.