Margarita Belandria
Lo que le aconteció a Irene con motivo del viaje a
visitar a sus padres fue lo más insólito que le sorprendió en su vida. Disponía
de una semana de vacaciones y estaba ansiosa no solo de ver a su familia y
disfrutar del clima frío, sino de contemplar las bellísimas montañas y abrazarse
a los árboles en los selváticos y angostos caminos de la sierra.
Disfrutaba de viajar sola con sus dos niños, haciendo
paradas para mostrarles las flores del páramo, sus lagunas y erguidos collados tan
oscuros como carbones gigantes. Esta vez decidió invitar a Mercedes, la niñera
que desde hacía cinco meses la asistía en su cuidado, principalmente a Gabriel,
el menor, que a sus dos años de edad ya había puesto en fuga a otras buenas chicas
que habían precedido a Mercedes. Un hermoso chiquillo de carácter terrible.
Ninguna comida le gustaba y armaba los más inquietantes berrinches, ante
cualquier oposición a sus deseos, que a Irene casi la hacían enloquecer porque
habían arreciado en la medida en que avanzaba su tercer embarazo y ya no podía
cargarlo en brazos como él de manera intransigente demandaba, impidiendo a todo
trance que más nadie pudiese suplantar a
su madre en la atención de sus caprichos, a pesar de que él ya sabía caminar con
firmeza y valerse por su cuenta en las necesidades inmediatas, dando muestras
de gran precocidad.
Alivio grande y sorpresa había sido la llegada de
Mercedes. De inmediato el pequeño tirano se dejó cargar en sus brazos, reía jocoso
con más frecuencia y con gusto se comía todo lo que ella, sentándolo en su
regazo, le ofrecía. Algo milagroso, pensó Irene y se iba encariñando con la
muchacha, bastante alta y de complexión corpulenta para sus apenas dieciséis
años, que desde el primer momento le había despertado inmensa simpatía. Un
rostro de lindas facciones y mirada afable; quizás un poco desproporcionada de
cuerpo, le pareció a Irene, al ver que era muy recta de talle, sin ninguna ondulación
en la cintura, pero cada día sentía más estimación por esa chica tan paciente y
bondadosa en el cuidado de los niños. ¿Cómo no invitarla al viaje que tenía planeado
para el día siguiente en la madrugada? Los ojos de Mercedes brillaron de
alegría. Su sueño empezaba a trocarse en realidad. Viajaría. Conocería otra
ciudad más bella, ascendería por el teleférico más alto del mundo, conocería la
nieve y retozaría con ella entre sus manos. Rebosante de entusiasmo le anunció que
bajaría a obtener el permiso de su hermana mayor, quien residía a unos setecientos
metros de distancia y, como siempre, se llevó al pequeño Gabriel en sus brazos;
desde el principio se le había echado de ver el regocijo de salir con ella a
todos lados. Nunca antes vio Irene tan feliz a su pequeño cascarrabias que en
los últimos meses había ido deponiendo tan exasperante actitud y no le perdía
pasos a Mercedes. Hasta intentaba apoyarla en sus labores, doblando ropa o
barriendo el piso con una pequeña escobita que su madre le había comprado al
verlo tan entusiasta ayudando a la joven que con santa paciencia lo mimaba.
Al salir Mercedes a casa de su hermana, Irene procedió
a preparar el equipaje y fue a la habitación de ella a sacar las maletas de
debajo de la cama. Igual que en viajes anteriores, organizaría primero lo de
uso inmediato de los niños en el maletín rojo. Al extraerlo, lo depositó sobre
la cama. Le pareció extraño que estuviese pesado, puesto que ahí no había
guardado libros de los que no cabían en el estante. Abrió la cremallera y vio adentro
ropa vieja de Mercedes. Qué raro. Y la rareza surgió con una bocanada de olor
fétido. Inclinó entonces el maletín sobre el suelo y continuó deshaciendo el envoltorio
de trapos. Un grito de pavor y casi cae desmayada. Sus manos instintivas se ciñeron
protectoras sobre el hijo que trepidó en sus entrañas.
A sus pies yacía un niño varón, verdoso y amoratado, unido
a la placenta todavía. Agobiada de estupor y apoyándose en las paredes consiguió
llegar hasta un sillón de la sala donde se derrumbó deshecha. Poco a poco fue
tratando de ordenar el torrente desbordado en su cabeza. Pese a que Mercedes continuaba
manteniendo igual su corpulencia, cinco días atrás, cuando a las siete de la
noche llegó Irene del trabajo, la encontró acostada y con la luz de su
dormitorio apagada; se quejó de que tenía mucho dolor de cabeza e Irene había
salido corriendo a la farmacia a comprarle analgésico y se lo había dado a
tomar con infusión de manzanilla.
Incrédula aún, resolvió levantarse del sillón para ir
a inspeccionarle minuciosamente el dormitorio. Retiró sábana y tendido de la
cama y no vio ningún tipo de mancha en el colchón. Entró entonces a la pieza de
baño. Todo se vía limpio, pero entre las baldosas comenzó a distinguir pequeñas
gotas de sangre; también algunas en la superficie del inodoro y varias un poco más
grandes en la madera de la puerta.
No había duda, era de ella la infeliz criatura. Debió
de haber tenido el parto en la tarde, antes de que el niño mayor llegase del
kínder. ¿Habría nacido muerto el bebé? ¿O lo envolvió súbitamente entre los
trapos sin dejar que respirara? ¡Y Gabriel! ¿Estaría dormido a esa hora? ¿La
habría ayudado también en la fatídica tarea? ¡Dios Santo!, exclamó aterrada.
¿Qué hacer ahora?, se preguntó espoleada por la apremiante urgencia de
deprenderse del maletín y su doloroso fardito ensangrentado. La asaltó la idea
de correr en ese mismo instante a otro sector más lejos y depositarlo en un
contenedor de basura. Se estremeció. Le pareció una crueldad. La avasallaron terribles imágenes de
titulares rojos en las letras más grandes posibles con su fotografía abarcando
la primera plana de los diarios, multitudes desquiciadas lanzándole
improperios, crujidos de rejas cerrándose tras su espalda en sombríos calabozos.
No. Ella jamás descendería a chapotear en las pestilencias del fango.
Lo que su práctica razón le sugirió, le arrancó un
sollozo, sí, por el enorme cariño que a Mercedes le tenía, pero un niño muerto
en su casa en esas circunstancias era a todas luces un asunto de la ley. ¿Y quería acaso en
su hogar un escándalo policial con tropeles de uniformados, aullidos de sirenas
y un gentío aglomerado fisgoneando? Tenía que actuar con discreción.
Llamó entonces directamente al cuerpo técnico judicial.
En veinte minutos se presentaron dos jóvenes agentes con indumentaria habitual.
Mercedes no había regresado todavía. Provistos de guantes y mascarillas inspeccionaron
a la desventurada criatura. Lo envolvieron tal como estaba entre la ropa ensangrentada
de la madre y lo recubrieron con un lienzo blanquecino, adhiriéndole en
contorno un precinto azul con insignias del organismo. Hecho esto, se sentaron
a esperar el regreso de la chica; el avanzado embarazo de Irene la descartaba
como sospechosa y habían sido suficientes sus respuestas.
Minutos más tarde entró Mercedes, quien al ver la
escena se frenó pasmada en la puerta. Su rostro enrojecido por la caminata bajo
el sol se tornó más pálido que el desdichado paquetito que yacía en el piso.
Irene saltó frenética a tomar a Gabriel de entre sus brazos y haciéndole
preguntas a borbotones: ¿Por qué me lo negaste el día que te lo pregunté? ¿Nació
muerto el niñito?... Debió detenerse porque uno de los funcionarios la mandó a
callar: No puede usted hacerle ninguna pregunta, señora.
Por qué no, exclamó ella, aquí la queremos mucho,
ocurrió en mi casa y necesito saberlo todo. No, señora, el interrogatorio le
corresponde a la autoridad, objetó el
hombre mientras abría un par de esposas metálicas engarzadas con una pequeña
cadena que provocaron un funesto traquido al aprisionar las manos de Mercedes. Irene
suplicaba angustiada que no la esposaran ni se la llevaran; era una menor de
edad y ella misma asumiría la responsabilidad de llevarla a la sede a declarar,
pero ellos le advirtieron que la ley es la ley. Una vez esposada, le depositaron
el fardito blanco entre sus brazos para que ella misma lo llevara.
Con la impasibilidad de una esfinge, mirando al frente
y sin derramar una lágrima salió Mercedes caminado por la estrecha vereda, en
medio de los dos funcionarios, hasta el vehículo que en la calle los esperaba; mientras
que Irene, viéndola alejarse así por la vereda solitaria, se quedaba para
siempre sin respuesta al más grueso aguijón que le punzaba el alma. ¿Lo
envolvió súbitamente entre los trapos sin dejarlo respirar?