EL PRÍNCIPE Y MAQUIAVELO


EL PRÍNCIPE Y MAQUIAVELO

Margarita Belandria*

 Para hablar de El Príncipe de Maquiavelo es oportuno comenzar con una reflexión de Platón, en su diálogo Fedro (263a-b), acerca de los asuntos en los que estamos de acuerdo y de los asuntos en los cuales diferimos, nos oponemos y caemos en disputas. Cuando se habla del hierro o de la plata, del círculo o del triángulo, todos pensamos en lo mismo; sabemos lo que cada cosa es. No ocurre igual cuando se habla, por ejemplo, de lo justo y de lo injusto, de lo bello o de lo feo, de lo malo o de lo bueno, pues en este tipo de cosas cada uno anda por su lado y disentimos unos de otros y hasta con nosotros mismos, y es en estas cuestiones donde más fácil podemos engañarnos. Justamente en estos asuntos, donde la gente discute, se opone y es difícil llegar a conclusiones de validez general, se inscriben El Príncipe y su autor Maquiavelo. Sin embargo, en el mismo Fedro Platón establece métodos seguros, y de completa vigencia en la actualidad, que posibilitan una aproximación a la verdad de las cosas.

En este breve ensayo vamos a proceder según el orden natural de los hechos: primero el autor y después el libro, ambos muy mal comprendidos a través de los tiempos.

 No hay otra manera de saber acerca de la inmortalidad de un hombre que conociendo su obra. Que la memoria de un hombre resista al tiempo y hasta deliberados propósitos de olvido es grave seña de su gloria. Por qué el pensamiento de Nicolás Maquiavelo es inevitable referencia de la ciencia política y objeto de reflexión filosófica por parte de acuciosos investigadores también es digno de considerarse. Parece que entre las obras más indemnes se hallan las que muestran la desnudez más oscura de lo humano. Esto tal vez sea, en parte, la causa de la inmortalidad de Maquiavelo. Él no propone un proyecto de Estado al modo de Platón; su espíritu está enfocado en el ser mismo de las cosas de este mundo de fenómenos que se nos muestran a los sentidos, en lo necesario y en lo contingente, en lo posible, en lo que es nuestro mundo: un reino de la posibilidad y la experiencia.

 

Además de literato, satírico, erudito, y sumamente irónico, Maquiavelo es un fino observador de la naturaleza humana, de la naturaleza de los pueblos, de sus gobiernos, pero principalmente de sus gobernantes. Su vigorosa experiencia en el campo político, sus embajadas hacia otros países, el trato con el papado, cancilleres, duques, monarcas y sus entornos cortesanos serán el material de sus reflexiones en el destierro donde fue echado después de haber sufrido prisión y tortura en el potro del tormento, al que fuera conducido al menos seis veces[i], para arrancarle información acerca de una presunta conspiración contra el gobierno, en la cual Maquiavelo fue involucrado injustamente, como se lograría demostrar, con toda clase de pruebas, después de los martirios.

 Allí en el destierro, junto a las más arduas faenas de labranza, a las que se vio forzado como cualquier labriego para la manutención de su familia, se dedica con ahínco a profundizar en el estudio y meditación de los clásicos griegos y latinos. Con el más agudo espíritu científico indagó el espíritu de su época y constató en la historia la invariable condición del hombre: un material retorcido a quien hay que castigar o acariciar. «Los hombres —dice— son siempre malos, a no ser que se les obligue a ser buenos»[ii]. También Kant, siglos después, verá en el hombre un ser retorcido y con tendencia al mal, pero, más optimista que Maquiavelo, y firme creyente de la perfectibilidad humana, piensa que el ser humano es mejorable si se permite a sí mismo orientarse en su actuación por los principios éticos a priori que reposan en su propia estructura racional.

 Es pues ahí en el destierro, en medio de su situación desventurada, donde, en las noches, despojándose del vestuario agreste y trajeado con las galas de su perdida investidura, Maquiavelo escribe su Príncipe, entre otros escritos políticos y literarios.

 Es dable pensar que sólo los prejuicios y la lectura precipitada y descontextualizada nos podrían hacer ver en Maquiavelo a un hombre perverso e inmoral, llevarnos tildar a una persona diabólica y maquinadora de iniquidades con el calificativo de “maquiavélica”, y atribuirle igualmente a Maquiavelo, como insignia de su presunta inmoralidad, la autoría del aforismo «el fin justifica los medios», frase que expresa una idea casi tan antigua como los primeros rudimentos del pensamiento humano.

Según las investigaciones emprendidas y la documentación existente que lo atestigua, el ejercicio de su cargo en el gobierno de Venecia está signado, no sólo por su inteligente, brillante y efectiva actuación en la solución de magnas y peligrosas encomiendas diplomáticas, sino principalmente por la honradez y pulcritud con que las ejecutaba y entregaba sus cuentas.

 De modo que, deducir del contenido de El Príncipe la perversidad de su autor sería tan parecido a pensar que un radiólogo es un mal hombre porque en sus radiografías se muestran huesos rotos, torcidos o mal estructurados. Y esto, a riesgo de simplificar, es más o menos lo que es El Príncipe de Maquiavelo: una especie de radiografía o de retrato de lo que él vio y conoció en toda su crudeza y realidad. Un resultado de su bien aprovechada experiencia y fina reflexión. Pero no siempre se ha sabido penetrar en su significación y su propósito, y este libro y su autor han sido las más de las veces objeto de ingratas distorsiones.

 

Este libro, escrito en 1513, será publicado unos cuatro o cinco años después de la muerte de su autor, acaecida en 1527. Maquiavelo lo dedicó a Lorenzo di Piero de dici, y lo escribió como si con ese joven duque estuviese conversando, a veces suministrándole información, a veces aconsejándolo y dándole recomendaciones, de ahí el método didáctico con el que está escrito El Príncipe. En la dedicatoria le expresa a este joven el propósito de poner en sus manos un libro que le enseñará a comprender en pocas horas lo que él había «conocido y comprendido durante largos años con suma fatiga y grandísimos peligros»[iii]. Y continúa diciendo Maquiavelo:

 

«Queriendo presentar yo mismo a Vuestra Magnificencia alguna ofrenda, no he hallado, entre las cosas que poseo, ninguna que me sea más querida, y de que haga yo más caso, que mi conocimiento de la conducta  de  los  mayores  estadistas  que  han  existido. No he  podido  adquirir  este conocimiento más que con una dilatada experiencia de las horrendas vicisitudes políticas de nuestra edad, y por medio de una continuada lectura de las antiguas historias. Después de haber examinado por mucho tiempo las acciones de aquellos hombres, y meditándolas con la más seria atención, he encerrado el resultado de esta penosa y profunda tarea en un reducido volumen, el cual remito a Vuestra Magnificencia […] Cuando os dignéis leer esta obra y meditarla con cuidado, reconoceréis en ella el extremo deseo que tengo de veros llegar a aquella elevación que vuestra suerte y eminentes prendas os permiten. Y si os dignáis después, desde lo alto de vuestra majestad, bajar a veces vuestras miradas hacia la humillación en que me hallo, comprenderéis toda la injusticia de los extremados rigores que la malignidad de la fortuna me hace experimentar sin interrupción»[iv].

 

Esta larga cita importa destacarla porque esclarece en mucho el significado y propósito de la obra, así como la intención de la dedicatoria, con la cual, obviamente, dadas sus lamentables condiciones de existencia, buscaba Maquiavelo ganar el favor del futuro Señor de Florencia.

 En cuanto a la significación y propósito de la obra, es evidente que Maquiavelo quería darle a conocer las causas que, según su observación y conocimientos, hacían surgir o perecer a las Naciones; lo que las arruinaba o las hacía prosperar. Y por, sobre todo, mostrarle cómo establecer un Estado fuerte y duradero y cómo ser un buen gobernante. Así, por ejemplo, pese a que en todo el texto hay prevenciones en este sentido, el capítulo XIX trata especialmente de cómo ser un buen gobernante y que éste debe evitar ser despreciado y aborrecido. Lo que más que ninguna otra cosa hace odioso al gobernante es ser rapaz y usurpar las propiedades de sus gobernados. Y debe siempre abstenerse de ello, pues mientras no se les quitan su propiedad ni su honor viven elloscomo si estuviesen contentos”[v]. Pero además de la rapacería y de arrebatar los bienes de los gobernados, un gobernante también cae en el desprecio por su carácter o modo de ser, «cuando pasa por variable, ligero, pusilánime, irresoluto»[vi]. En nuestra época hemos sido testigos de este tipo de gobernantes, cuyo comportamiento es incompatible con la investidura del cargo, que no es suya sino del Estado; tan temperamentales y cautivos de sus propias emociones que siembran de zozobra a la población.

 Los Estados ordenadamente equilibrados y los príncipes sabios —dice Maquiavelo— cuidaron siempre de tener contento al pueblo sin descontentar a los potentados hasta el grado de reducirlos a la desesperación[vii].  El gobernante que logre conquistar de este modo la buena voluntad de su pueblo habrá de inquietarse poco de las conspiraciones, pero «cuando éste le es contrario y le aborrece, tiene motivos de temer en cualquier ocasión, y por parte de cada individuo»[viii].

 En cuanto a los bienes patrimoniales, considera Maquiavelo que cuando sea indispensable el máximo castigo, «no deberá hacerse nunca sin que para ello haya una conducente justificación y un patente delit[ix]. Pero debe, entonces, por sobre todas las cosas, no apoderarse de los bienes de la víctima, porque «los hombres olvidan más pronto la muerte de su padre que la pérdida de su patrimoni[x].

 

Un examen más detallado de este libro rebasaría nuestro propósito. Pero ya para culminar, y con el pensamiento puesto en lo que en este sentido ha venido ocurriendo en Venezuela durante las últimas dos décadas, hay que traer a colación lo que piensa Maquiavelo acerca del uso del castigo y la crueldad. Comienza aclarando que, si es lícito hablar bien del mal, «podemos llamar buen uso los actos de crueldad que se ejercen de una sola vez, únicamente por la necesidad de proveer a su propia seguridad, sin continuarlos después, y para la mayor utilidad de los gobernados. Los actos de severidad mal usados son aquellos que van siempre aumentándose, y se multiplican de día en día, en vez de disminuirse»[xi], exactamente como ocurre en Venezuela desde principios de este siglo donde el gobierno no cesa en su ensañamiento para que el día siguiente sea peor de cruel que el día anterior, forzando la huida masiva de millones de venezolanos hacia otros países. Su saña se ha afincado más aún contra las universidades, destruyéndolas, al extremo de que hasta los profesores del más alto escalafón han visto reducidos sus salarios y esfuerzos académicos de toda una vida al grado infrahumano de la mendicidad, cuyos casos se cuentan por centenares principalmente entre aquellos catedráticos de la tercera edad. Recientemente, como muestra de tanta ignominia gubernamental, un profesor, dos meses antes de enfermarse y morir, había perdido más de la mitad de su normal peso corporal. Otro catedrático jubilado fue hallado en grave estado de desnutrición y deshidratación en el  piso de su casa abrazado al cadáver de su esposa.


* Magíster en Filosofía. Profesora Titular. Coordinadora de la Maestría en Filosofía. Universidad de Los Andes. Mérida-Venezuela.

 Actualización de la ponencia pronunciada en el Coloquio «A quinientos años de El príncipe de Maquiavelo (1469 – 1527). “Su actualidad filosófica en Hispanoamérica”». Organizado por el Doctorado en Filosofía y la Dirección de Cultura de la Universidad de Los Andes. Mérida, 5 de diciembre de 2013. En el Teatro César Rengifo.



[i] Villari, Pasquale.  Maquiavelo, su vida y su tiempo. Ediciones Grijalbo. España, 1965.

[ii] Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe, Espasa Calpe. Madrid, 1981, p.118. (Versión con notas de Napoleón Bonaparte).

[iii] Maquiavelo, ibídem, p.11.

[iv] Ibídem.

[v] Ibídem, p. 89.

[vi] Ibíd.

[vii] Ibídem, p.92

[viii] Ibíd.

[ix] En la edición de El Príncipe, comentada por Napoleón Bonaparte, éste coloca una nota en “patente delito”: «Los forja uno cuando no los hay reales».

[x] Ibíd, p.83.

[xi] Ibíd, p.49