EN EL BAILE


Al día siguiente  cuando Mari-Concha  vio al hijo que dio a luz entre  tinieblas, porque en su choza de cañabrava ni un cabo de vela encontramos para alumbrar el alumbramiento, le fue imposible suprimir el grito de pavor que durante nueve meses y a la macha había venido  reprimiendo.  Con la luz del sol se convenció de no haber parido una criatura como para amamantar y besar. Mamaba como un becerro dándole topetones que desgarraban sus pezones y los dejaban  sangrantes.  Ni  qué ver con sus dos pequeños hermanos que habían nacido bonitos y con gestación  tan apacible  que  daba hasta lástima parirlos.

Era el único que no era de su marido que tampoco ya  era suyo. Lo concibió en una noche de parranda, de joropos, contrapunteos y galerones, cuando el sol agonizante  se despedía entre la polvareda sacudida por las alpargatas de los lugareños que bailaban impetuosos  la celebración de un casorio.

El mozo que insistente la miraba con cara de desamparo era un forastero nunca visto en aquellos descampados.  Recostado a un horcón todos parecían ignorarlo. No vimos que nadie le conversara y tampoco él se interesaba en conversar con nadie. Mari-Concha  se restregó los ojos para aclarar su visión y cerciorarse  de  no estar soñando.  Forzándose  a mirar hacia otros parajes intentaba evadir el encuentro de sus ojos con los que tan fijo la miraban, pero tropezaban indeclinablemente.

Desde el instante de su llegada olfateó un aroma fascinante que sin duda provenía de aquel fuereño llegado sabe Dios de dónde, porque su pinta y modales no cuadraban con la usanza  de aquellos predios. Irradiaba el forastero un halo perturbador. Sintió entonces Mari-Concha como si el hombre la jalara con amarras  invisibles  de las que no se podía desatar, y arrebatada de turbación se le acerca embobada sin dejar de mirarlo. Él la prensó entre sus brazos y se dispusieron al baile.  

Engarzada  por la cintura  iniciaron una danza majestuosa y por vez primera se sintió la mujer más guapa y feliz, no  la deslucida abandonada del arriero que se fue con otra más joven para que las demás se rieran de ella, malnacidas,  ni la  que se partía el lomo en el río lavando canastadas de ropa ajena con las manos desolladas a punta de blanquear manteles con lejía. Entre los brazos de ese hombre fue la soberana de un cuento lejano que oímos leer a otra niña mientras su madre limpiaba las caballerizas en una casa del pueblo.

Bailando en cabriolas con su camisón esponjado la va sacando del caney hasta dejar atrás el rebulicio que alpargateaba al compás enloquecido de las maracas y el arpa.  Joropeando  sin tregua  la fue llevando en retroceso hacia el establo,  encajándola de bruces entre la canoa de comer  las vacas. El ronco mugido de los animales retirándose en estampida no fue escuchado por nadie. En la oscuridad no le fue posible ver lo que sentía. Habiéndole parecido el bailarín más bien de aspecto delicado, ahora se transfiguraba  en descomunal musculatura que volcado en potencia feroz  desgarraba sus entrañas con terribles embestidas.  Bajo el peso bestial corrió como una ola gloriosa  por los aires para finalmente  arrojarse en el légamo de un  placer doloroso que le arrancó un enorme alarido, y se tornó fétida la fragancia que la trastornó en el baile.  

Desde esa noche Mari-Concha sintió como un corazón de res palpitándole en el vientre.  Ebria de repugnancia y pavor acude a una comadrona con la esperanza de que  alguna pócima  la salvara de lo que ya era  un nido de ratones  royéndola sin clemencia. Pero no sólo no le creyó el cuento la comadrona sino que le espetó su  reprimenda: desde que te conozco, Mari-Concha, solo sabes decir embustes.  Siempre andas con algún invento raro y viendo espantos en cualquier sombra del camino. Qué baile, chica, qué casorio, qué forastero ni qué ocho cuartos. Hace añales que por estos montes no hay ni siquiera un remedio. Ah mujer pa disparatera.

Con la luz del sol examinó con más detalle Mari-Concha a la criatura  que dio a luz entre tinieblas.  Los ojos de murciélago, muy abiertos, la miraban penetrantes cuando pensaba en algo para desaparecerlo, y la boca demasiado gruesa ya acusaba el gesto de burla que había de tener para siempre. Su desconcierto mayor fue constatar que, pese a los baños diarios con jabón de olor y agua de romero, en el recién nacido persistía  un fuerte olor a orines de rata. Todos los niños tienen su olor, nos decía y nos repetía, jieden un poquito a algo, como a pollito o a gatico remojado... ¿pero a orines de rata?, ¡zape!  Entonces esta vez acude a otra experta. Tonta yo, nos decía, cómo no se me ocurrió ir con ella desde el primer momento en vez de ir a suplicarle a esa otra torpe rezongona.  

Cuando  la mujer toma al chiquillo en sus brazos vimos que casi lo suelta al suelo por el  latigazo que, dijo, sintió en la espina dorsal. Pero ella era una veterana en eso de vencer fuerzas oscuras y romper sortilegios. Preparó entonces una cocción con varios aditamentos para bañarlo, agua recogida del cruce de dos ríos, una cruz de ramo bendito, hojas de mastranto, clavelito sabanero, tres granos de sal, una pizca  de mierdita de gato y otra más grandecita de zamuro rey. Tres días hirvió  a fuego lento el cocimiento en una paila hasta quedar reducido a un medio litro de menjurje espeso y negruzco que había de ser repartido en tres baños sucesivos, durante los cuales daba el chiquillo espantosos berridos que nos hacía parar los pelos de punta. Después del tercer baño a la hechicera le pareció que el pequeño demontre comenzaba a tener un poquito de olor a gente, pero a los demás no nos pareció lo mismo.

Al mes de nacida la funesta criatura murieron los otros dos niños súbitamente. Se le clavó entonces a Mari-Concha la fuerte corazonada de que ella sería la próxima. Miró al fondo de sus ojos, pese a todo,  en pos de al menos un hilito de ternura, ansiosa de una emoción maternal, y la estremeció lo que vio; vio el espantoso corazón del crimen y palpitantes las vísceras del mal, muchedumbres ensangrentadas, ríos de sanguaza y desesperanza. Mi Dios. Se aprestó de inmediato a sofocarlo con la cobija. No quiero que nadie me culpe de nada, gritaba estrujándose los cabellos, que mis ojos no vean los enjambres de ofendidos buscándolo hasta debajo de las piedras para con sus guadañas filudas degollarlo y mis oídos no oigan los escarnios cuando le griten maldito malnacido, sabandija ponzoñosa, hijo de siete leches, porque eso será lo menos que le dirán. Pero su corazón de madre la exhortó a desistir del intento, y las manos temblorosas soltaron la cobija al suelo.

Antes del amanecer lo dejó durmiendo en el chinchorro con la puerta del rancho abierta y huyó lejos con el primer canoero que pasó por el Caipe. Nadie más subió a la barca durante el largo trayecto. Callada y sin pensamientos Mari-Concha reparte su mirada entre las aguas, la vegetación tupida de las riberas y la espalda  sudorosa del barquero, que remaba también en silencio. Al final de una larga travesía sobre selváticos ríos de honduras formidables, en un delta desolado bajó de la barca al anochecer para dirigirse a casa de un pariente en un fundo cercano. Descendió con dificultad, desfallecida de hambre y ardiendo de fiebre. Al pagarle el viaje al barquero le miró el rostro y se le  frenó el corazón; vio que le sonreía triunfante el mismo forastero del baile.  

Al día siguiente, cuando la encontramos agonizante entre los troncos podridos de un recodo del río, apenas le alcanzó el aliento para contarnos el suceso hasta el momento en que se le frenó el corazón por el forastero del baile. Corrimos luego hacia el rancho con la firme disposición de que a nosotros no nos temblarían las manos como  a ella, ni se nos caería la cobija al suelo como a ella, pero ya no había nadie en el rancho.

 


 Margarita Belandria

Publicado en Revista País de Papel. Nº 3. Mérida-Venezuela, 2014.